Niña piedra

Niña piedra, niña oscura,

orilla del abismo donde tus cuervos lloran,

tránsito inequívoco de las dudas de la memoria,

nadie sabe quién eres,

nadie sabe por qué te torturas,

nadie sabe de tu sonrisa triste,

solo quieren ver tus pedazos,

echar sal en tus ruinas,

a tus sueños clandestinos

de fantasmas y naufragios.

Niña piedra, niña oscura,

arrecife donde las esfinges

guardan la sangre derramada de sus derrotas,

nadie sabe quién eres,

¿quién eres?

Eres la herida

y el vientre helado

y el relámpago abstracto

donde rompe la espuma,

el milagro de la luna

donde los lobos se miran y aúllan.

Eres el reflejo de la otra cara de la lujuria,

donde unos labios se imaginan

y se desprenden sudando

buscando en esta jaula a su musa.

No saben que en tus ojos tristes,

en tus enormes ojos hay una música

que esconde el lenguaje de tu locura,

una batalla que hace tiempo que venciste

y una herida que aún supura,

a destiempo, siempre a destiempo,

pero que algunas veces dejas abierta

adrede,

quizás porque si la cierras del todo,

dejes de ser quien eres.

Microrrelato – El árbol

Ahora que todos los poetas duermen me he sentado, alma contra alma, en tu tronco. Vuelvo a mis raíces, buscando el sutil abrazo de tus ramas tiernas, el bello aroma de las hojas que se mezclan en un nocturno canto. Apuesto mi vida entera a que puedes escucharme, a que el arrullo del viento que danza en tu copa me habla y me seduce con su murmullo.

Aquí te conté mis secretos, de niña ajada y rota, de lágrimas bruscas, de señales y cicatrices que como a ti, adornan tu corteza como un pespunte hilvanado de risas con tristezas. Vacilante adolescente que siempre volvía a buscarte, a contarte mis andanzas de corazón impreciso y desnudo, en los nombres de amores ocultos al mundo. En el perfume de mis ansias se asentó un lucero de esperanza baldía, verde profundo, como tu copa que estremecida aguantaba mis proclamas con estoica y cristalina paciencia.

Y ahora, ya madura, ya convertida en deseo, en flor de lava, en madre, en aurora ardiente que mira a tus hojas como se mira al cielo, te estrecho y me desnudo de nuevo el alma entera, y mis palabras, ya sin prisa, ya sin el quebranto del destello de ninguna duda se despiertan de nuevo y se presentan ante ti como una hilera de negras hormigas que suben hasta tocar el cielo que tú siempre rozas. Y me miras y te siento velar por mí como siempre has hecho. Y pienso, ahora sí. Ahora sí, mi árbol. Ahora sí que puedo.